Ese fascismo que ya llegó

Octubre 2020

Carlos Castillo

La Nación

El mundo bipolar que distinguió a la segunda mitad del siglo XX, y que dividía a las naciones entre democráticas y comunistas, cobra hoy una nueva vigencia.

Sus representantes, no obstante –una vez desdeñado uno de los dos polos por haber protagonizado las dictaduras más sangrientas de aquella época– se ubican entre la defensa de la democracia y el populismo, entendido este último como la herramienta destinada a desmontar los equilibrios y contrapesos democráticos mediante el acceso al poder de gobernantes electos por mayorías.

Este uso de la ciudadanía desencantada con la democracia para legitimar propuestas encaminadas a suprimir la propia democracia, inserta al populismo en la órbita del fascismo, pues sigue los mismos métodos que clausuran el debate, polarizan la vida pública, instalan la violencia (verbal, psicológica y hasta física) como vía de convivencia y aspiran, al final, a entronizar a un solo grupo o a una sola persona en el poder.

Populismo y fascismo, de este modo, no obedecen ya ni se limitan a la geografía política acuñada para describir el siglo pasado, derecha e izquierda, cada vez menos útiles para englobar a un mundo radicalmente distinto al de 1989, cuando la caída del muro de Berlín desterró al comunismo e instaló al libre mercado como garante de su hasta el momento marginación histórica.

Para el filósofo Rob Riemen, incluso la categoría populismo debiera de una vez por todas abandonarse, pues afirma que es tan solo “una forma más de cultivar la negación de que el fantasma del fascismo amenaza nuevamente a nuestra sociedades”.

El populismo, es verdad, se ha limitado a calificar a gobiernos o partidos de corte estatista, ajenos a la democracia y al libre mercado, la mayoría –por no decir la totalidad– limitados a Latinoamérica y reunidos bajo el colectivo del llamado Foro de Sao Paolo; esto ha excluido a gobiernos, partidos o grupos que en nombre de frenar el avance “populista” se han instalado como defensores de modelos tan intolerantes, radicales, dogmáticos y anti pluralistas como los que aseguran combatir.

Unos y otros utilizan no obstante la misma vía: la descalificación absoluta del oponente, del que nada bueno puede surgir; el uso de apelativos que nombran al rival como encarnación del mal, de todo lo indeseable; la polarización, fruto de las dos anteriores, que obliga a la confrontación constante, al denuesto permanente, negando cualquier vía a la política democrática que es invitación a la búsqueda de coincidencias entre diferentes.

En su libro Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo (Taurus, 2017), Riemen agrega dos elementos clave que hermanan a ambos “bandos”: por una parte, el “arte de la mentira y el torcimiento del significado de las palabras”, en el que los términos y los conceptos son “separados de su significado y reducidos a consignas”.

Esto lleva a que ideas complejas y profundas como “democracia”, “libertad”, “pluralismo”, entre otras, puedan ser utilizadas por uno y otro e incluso defendidas mediante estrategias que atentan y contravienen esas mismas ideas; unos apelarán al purismo, otros a la transformación necesaria, pero en todos los casos se pervertirá su sentido o se simplificarán hasta vaciarlas de significado.

El otro de los elementos clave que el autor identifica es “la fantasía del ‘enemigo’ omnipresente”: aquel con el que no se puede dialogar sin caer en la derrota o en la debilidad; aquel que debe ser excluido o desterrado, al que debe cerrársele el paso porque es la fuente de todos los problemas (por extensión, su ausencia o erradicación sería la fuente de todas las soluciones); aquel, en fin, que permite mantener esa polarización que irremediablemente termina en violencia.

Como representantes de ese fascismo ya instalado podemos encontrar, en efecto, a Donald Trump o a Nicolás Maduro; a Daniel Ortega o a Santiago Abascal; a Pablo Iglesias o a Andrés Manuel López Obrador; a Viktor Orbán o a Evo Morales… En Europa o en América, el fascismo se asienta, se extiende y amenaza la vida democrática.

Rob Riemen apela, para hacer frente a ese fascismo de nuestro tiempo, a las respuestas de los grandes clásicos humanistas del siglo XX: Thomas Mann, Albert Camus, Hannah Arendt, Vaclav Havel. Llama asimismo a la urgente y necesaria recuperación de los valores del espíritu, a su difusión y promoción a través de la educación.

La alternativa que propone y demuestra con gran maestría no deja de traslucir esa atemporalidad que, si bien será útil en el mediano y largo plazos, dejan la duda viva acerca de cómo el humanismo puede actuar frente al fascismo en lo inmediato. No obstante, cumple con su tarea de filósofo: esclarecer lo que la confusión y la perversidad de los liderazgos radicales de nuestro tiempo han tergiversado.

Toca ahora a la auténtica política humanista llevar esas grandes ideas a la acción.

 

Carlos Castillo es Director de la revista Bien Común.

Twitter: @altanerias