Escuela de ciudadanía

Diciembre 2020

Javier Brown César

La Nación

Hay ideas que sobreviven a la cruel e inclemente prueba del tiempo, una de ellas es la de Acción Nacional como escuela de ciudadanía, repetida una y otra vez en cursos, y para dilucidar la misión histórica del Partido. De tan repetida la idea, ha quedado oculto, para las generaciones actuales, su sentido profundo.

El PAN nació a la vida pública en un momento de renuncia al deber ciudadano, de falsificación de las instituciones representativas, de uso faccioso de lo público para fines privados y de la apropiación indebida de recursos para satisfacer caprichos personales y proyectos familiares. La deserción del deber ciudadano es una de las causas más importantes del colapso de un sistema de gobierno democrático.

Para los griegos de la época clásica, la del llamado siglo de oro de Pericles, la participación en los asuntos públicos era apreciada como el cumplimiento puntual de un deber para con la patria, de ahí que a quienes realmente se involucraban para la solución de los problemas que aquejaban a la ciudad, les denominarán polites; los indiferentes, los indolentes, los que se quedaban en su casa rumiando sus problemas y quejándose en largos soliloquios del mal gobierno de la ciudad eran llamados idiotes. No en balde el emperador Marco Aurelio diría posteriormente: “si la ciudad es dañada, ¿no debes irritarte con el que daña a la ciudad?”.

En el colapso de la democracia en Atenas encontramos otras dos causas igualmente importantes: una, la presencia inquietante y constante de demagogos que, a partir de sus discursos, seducían a las masas que anhelaban un cambio, y quienes debido a su peligrosidad podían ser sujetos de un proceso de ostracismo que los obligaba al destierro. Otra de las causas fue la proliferación de personas que buscaban de forma abierta la confrontación y la denuncia lucrativas, a quienes se llamaba sicofantas.

La democracia es una construcción ardua, un entramado de procesos institucionales, normativos y culturales que se refuerzan y entrelazan de tal forma que si falta uno el resto no se sostienen. En el caso de México, la formación ciudadana nos lleva directamente al famoso paradigma de la cultura cívica de Gabriel Almond y Sidney Verba. ¿Qué configura en el fondo una cultura cívica democrática, orientada a la participación activa y a superar la pasividad y la idiotez del individuo recluido que masculla interminablemente su malestar?

La cultura cívica democrática se vincula estrechamente a una serie de valores que le son connaturales: la libertad, la pluralidad, la tolerancia, el diálogo, la inclusión, la participación, la educación. Formar en estos valores es un cometido principalísimo que comienza desde la misma familia y se arraiga primero en las comunidades más elementales pero a la vez fundamentales. Alexis de Tocqueville vio claramente que las prácticas democráticas, al interior de las comunidades, eran fuertes en los Estados Unidos de América y de ahí concluyó que ahí estaba el auténtico cimiento y la base de la eficacia de la democracia norteamericana.

Pero la cultura cívica democrática no se limita a un conjunto de creencias, por más arraigadas que estén, se nutre en el día a día de una serie de actitudes y actividades vitales: informarse sobre política, participar activamente en la solución de problemas comunitarios, tomar parte en actividades voluntarias, pertenecer a asociaciones sin fines de lucro, realizar trabajo para la comunidad, conocer a las autoridades que nos representan, discutir sobre temas y problemas públicos, ser parte de algún partido político, etcétera.

La escuela de ciudadanía se basa en la construcción colectiva de conocimientos significativos para la vida pública, de habilidades para participar en el espacio público y de actitudes hacia el sistema político como un complejo entramado que hay que controlar, sojuzgar y humillar ante la persona para que esté a su servicio, de forma incondicional y permanente.

Para ser un demócrata en ciernes es indispensable conocer el funcionamiento del aparato público, la lógica y la dinámica de los poderes, los órdenes de gobierno y la función específica que cada institución y organización tiene dentro del profuso y a veces laberíntico entramado institucional. Para un demócrata sería lamentable confundir las funciones de un alcalde con las de un jefe de Estado y concluir que el primero es culpable del desastre de nuestras carreteras. Para un demócrata sería lamentable no saber cómo se integra el Poder Legislativo y qué hace cada una de las Cámaras. Para un demócrata sería lamentable no saber cómo se procura e imparte justicia.

Pero además, se requiere el desarrollo de habilidades típicamente públicas: cooperar con otras personas, tomar decisiones de forma colectiva, organizar elecciones, gestionar servicios ante las autoridades, crear mecanismos de contraloría social, participar en observatorios ciudadanos, establecer redes para la solución de problemas públicos, en fin, dialogar, debatir, disentir y consensuar en el arduo espacio de la opinión pública.

No en balde, Alexis de Tocqueville sostuvo, en su gran obra La democracia en América que tres son los factores que cimientan a una democracia: la ausencia de enemigos, las leyes y las costumbres, las cuales “pueden ser consideradas como hábitos del corazón, pero también como las diferentes nociones que tienen los seres humanos, las variadas opiniones comunes entre ellos y la suma de ideas que da forma a sus hábitos mentales”. De los tres factores Tocqueville concluía que el verdaderamente crucial son las costumbres.

Al dimensionar la complejidad de la formación ciudadana nos podemos dar una idea de lo que significa el PAN como escuela de ciudadanía: eje irradiador de valores, ideales y principios; correa de transmisión de informaciones relevantes y significativas sobre el íntimo funcionamiento de los aparatos del poder, de las instituciones y las normas; formador de múltiples habilidades para participar activamente en el espacio público buscando siempre la unidad, la concordia, la solidaridad, el bien común; en fin, transformador de las mentalidades para que cada persona tenga una orientación hacia el sistema político de tal manera que lo someta a control y revisión, a fiscalización y contraloría permanentes. En resumen: la política de rodillas ante la dignidad suprema de cada persona.