Afganistán

Agosto 2021

Julio Faesler Carlisle

La Nación

Desde los tiempos antiguos Afganistán ha sido el corredor inevitable de varios imperios. Alejandro Magno de Macedonia, Genghis Khan o Tamerlán. Ruta para llegar a la India, reyes afganos la invadieron para fundar la dinastía Mogul, uno de ellos alzándose con el diamante Kohinoor y el trono del Pavo Real que acabó en Persia.

El país de constantes guerras entre tribus rivales que habitaban las serranías y tortuosas cañadas fueron escenarios para una larga sucesión de monarcas, muchos de ellos de países vecinos llenan los anales afganos desde la edad media hasta nuestros días.

En el siglo XIX su importancia estratégica lleva a Gran Bretaña a provocar tres guerras consecutivas en su intento por anexar Afganistán a su imperio. En 1807, el Zar Pablo I de Rusia propuso a Napoleón Bonaparte invadir India para lo cual había que pasar por Afganistán.

En 1965 se forma el partido comunista. Destronado el rey Mohammed Zahir Shah se crea la república y con ella el Partido Democrático Afgano del Pueblo de corte marxista-leninista profundamente dividido entre la facción dura Khalq y la moderada Parcham.

Amir Amanullah Khan, el presidente ligado a la URSS, moderniza el aparato comunista, suprime a la oposición, pero muere en un golpe comunista que entrega el poder a Nur Muhammad Taraki que proclama una nueva independencia basada en “principios islámicos, nacionalismo afgano y justicia socioeconómica”. Se firma un Tratado de Amistad con URSS.

Las rivalidades entre líderes conservadores islámicos y antiguas tribus opuestas a los cambios sociales estallan en rebeliones armadas. Surge el movimiento guerrilla Mujahideen predominante en áreas rurales para oponerse al sovietizante gobierno, mientras que los pro-soviéticos, que están en áreas urbanas, invitan la invasión de la Unión Soviética en 1979.

En 1988, el millonario saudita Osama bin Laden y otros líderes forman Al-Qaeda para continuar su jihad, guerra santa, contra los rusos o cualquiera que se oponga a un régimen islamita fundamentalista. Atribuyéndose haber vencido a la URSS se manifiesta en contra de Estados Unidos por ser el obstáculo más grande para la formación de un estado islámico. Al año siguiente Al-Qaeda bombardea las embajadas americanas en Dar es Salaam y Nairobi.

Para terminar con el choque entre las tribus y las muy activas fuerzas extranjeras, en 1989 los Estados Unidos, Paquistán, Afganistán y la URSS firman los Acuerdos de Paz en Ginebra “para garantizar la independencia de Afganistán”. Ahí se conviene en el retiro de 100 mil tropas soviéticas.

Retiradas las fuerzas de la URSS, los Mujahideen siguieron resistiendo al régimen soviético que era apoyado por el presidente comunista Mohammad Najibullah. Esas guerrillas nacionalistas designaron a Sibghatullah Mojaddedi como presidente de su gobierno en exilio.

Los Mujahideen en 1992 y otros grupos rebeldes y tropas traidoras oficiales atacan Kabul y gracias a Ahmad Shah Masud, apoyado por Estados Unidos, eliminan a Najibullah. Aunque la ONU protegía a Najibullah, los Mujahideen formaron un estado islámico encabezado por Burhanuddin Rabbani.

En 1994, los Talibanes, una nueva milicia islámica que representan una facción política paramilitar sunni para establecer el Estado Islámico de Afganistán, ganan el poder prometiendo paz. Una mayoría del pueblo, cansada de sequía, hambre y guerra, aprueba a los Talibanes que proclamaron los valores islámicos tradicionales básicos que se traducen en prohibir el cultivo de amapola para comercio de opio, amputaciones de castigo, ejecuciones públicas, incluso la del ex presidente Najibullah, restricciones a la educación y empleo de mujeres que deben usar burka y no salir solas a la calle.

En 2001, los Talibanes destruyeron las gigantescas estatuas en Bamiyan por ser afrentas al Islam. En ese mismo año suceden los ataques del 11 de septiembre a las torres gemelas en Nueva York y otros puntos que Estados Unidos atribuye a Osama bin Laden. Estados Unidos y Gran Bretaña responden con ataques contra Afganistán y en 2011 un equipo especial norteamericano caza y mata a Osama bin Laden escondido en Abbottabad, Pakistán.

Los Estados Unidos no reconocieron la autoridad de los Talibanes y ayudados por el presidente Hamid Karzai apoyaron la Alianza del Norte y guerrean contra los Talibanes para controlar al país. Ahmadshah Masud, cabeza de Alianza del Norte, sería asesinado después por sujetos disfrazados de periodistas.

Hoy la situación afgana empeora. Desarticulado, dividido en grupos irreconciliables y encerrados en interpretaciones anacrónicas del Corán, impuestas por los Talibanes, que aplican reglas primitivas ocasionando inenarrables daños a toda una población sin esperanza de avance o desarrollo personal ni nacional y que huye.

Los Estados Unidos y los países miembros de la OTAN dejan al pueblo a la merced del diario terror Talibán. Mantener miles de tropas en Afganistán equivalía a una guerra perenne para defender vidas y derechos humanos conforme los concebimos.

Una guerra justa es la que emprende un gobierno legítimo, con un fin moralmente aceptable, de previsible resultado exitoso, con uso de armas moralmente aceptables, sin costo exagerado en vidas y sufrimiento humano, y que sea el último recurso para lograr su objetivo. Para algunos observadores esas consideraciones apuntarían a mantener las tropas en Afganistán.

El dilema es crudo y pide reconocer realidades desde una óptica ante todo humanista. En los 20 años que ha durado la intervención de las fuerzas de Estados Unidos han muerto 2 mil 450 soldados norteamericanos, más los miembros de la OTAN y 47 mil civiles afganos. Se calcula que un gran total de 241 mil personas perdieron la vida en ese lapso.

El costo financiero para Estados Unidos ya asciende a 955 mil millones de millones de dólares, lo que drenó fuerzas que ese país pudiera haber destinado a tareas de gran utilidad y trascendencia en todo el mundo.

Afganistán, lo afirma León Krauze, se ha convertido en una guarida para el terrorismo internacional, que se consolida con un gobierno Talibán con aspiraciones de un “califato mundial” y que promueve activamente sembrando divisiones e inestabilidad social donde le sea posible.

Continuar una guerra perenne, la más larga de la historia de Estados Unidos, en el ingobernable escenario afgano, presa inevitable de intereses extranjeros, significaría seguir destinando recursos que es preferible dirigir a enfrentar los problemas socioeconómicos de toda índole que se han agravado como el cambio climático y las negligencias ambientales.

Al retiro de los militares, explicable decisión que debió tomar el presidente Biden, se contrapone la esperanza de usar canales para socorrer a una población que nunca ha conocido un horizonte favorable.

En México, actualmente percudido del crimen organizado con enlaces mundiales, al desarrollo compartido a que aspiramos hay que blindarse de dichas amenazas retrógradas por mucho que se valgan de las más modernas redes de comunicación social que les suscitarán simpatías.

Nuestro Consejo de Asuntos Internacionales tiene que estudiar y mantener información actualizada para respaldar las posiciones que sostenga la Presidencia del Partido y los senadores y diputados dedicados a cuidar los intereses más cruciales de México.

 

Julio Faesler Carlisle es integrante del Consejo de Plumas Azules.

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