Vistas y visitas a la oscuridad

Diciembre 2020

Carlos Castillo

La Nación

En los suburbios, en los barrios desvencijados y dejados a su suerte, en las postrimerías del orden y la ley, en esos sitios donde la sobrevivencia es regla y el vivir una conquista cotidiana hay historias que retratan la oscuridad humana, el relato de existencias abandonadas que se desarrollan en el desamparo y son condenadas al olvido.

La imaginación literaria ha retratado el lado oscuro de la realidad a partir de conocerla. Ha fantaseado con sus escenarios porque los ha recorrido. Ha dado vida a personajes que son los condenados de Dostoievsky o los miserables de Víctor Hugo, mujeres y hombres en el límite, forzados al extremo y que abren la puerta a géneros de la escritura que en su nombre llevan esa bruma: la novela negra y la gótica, por mencionar dos de los más destacados, son maneras de abordar esos lindes donde también a veces se hunde el espíritu humano.

En Latinoamérica, ambos géneros los han representado con maestría el español radicado en México Francisco Tario, marginal pero recientemente recuperado, y el argentino Ernesto Sabato, dos autores –el primero desde el cuento, el segundo desde la novela– que arrojan luz sobre mundos y existencias que impactan por su realismo, que no dejan de contener elementos fantásticos pero que los insertan de manera que llevan a considerar que sí, es posible esa dosis de irrealidad en entornos donde la penumbra se instala y transforma el día a día.

De Argentina y de esa estirpe literaria es también Mariana Enríquez, autora del volumen de cuentos Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016), una docena de relatos donde la frontera entre las certezas y las dudas se rompe con facilidad pero con gran talento, sembrando dudas acerca de si lo leído y lo escrito en alguna parte, en algún momento, podrían ocurrir o estar acaeciendo, porque la naturaleza humana tiene también ese lado perverso, y la literatura es capaz de atraparlo y plasmarlo como solo la propia vida sabe hacerlo.

Destaca en ese sentido “Chico sucio”, en el que el abandono de los inocentes que cargan la condena de su entorno va destinado al olvido, a la normalidad, incluso a los rituales que cultos como la santa muerte exigen a sus fieles, mientras desde una ventana una testigo asiste impotente a un paisaje donde todo sentido humanitario queda despeñado; en la misma línea, “Hostería” habla cara a cara con las víctimas de una dictadura militar que resisten al olvido, que merecen nombrarse y conocerse, que no cejan de hablar desde la tragedia de haber sido mancilladas y vejadas de formas que nadie en sus cabales alcanzaría a suponer: voces que van siendo ya sólo ruidos y que intentan mantener la memoria fresca sobre un pasado turbio ante el que jamás alcanzará a hacerse justicia.

Los aires de otro grande del misterio y el terror literarios, el estadunidense Edgar Allan Poe, trasminan en “Bajo el agua negra”, en donde la corrupción policíaca que esconde el sacrificio que se realiza a deidades antiguas en un río contaminado, oculta asimismo la certeza de que detener esos ritos despertaría fuerzas más oscuras aún más que aquellas que son cómplices de asesinatos; lo mismo en “La casa de Adela”, en donde el suspenso se manifiesta en una casa a la que la curiosidad lleva a dos chicos y una chica que sellan su futuro a partir de la experiencia con lo desconocido.

“Fin de curso”, por otra parte, exhibe la mímesis y el daño infringido al propio cuerpo, y la forma en que el intento de ayudar se convierte en una imitación de aquello que se busca evitar, en un juego de espejos donde la imagen del reflejo termina por apoderarse de quien se refleja para demostrar, como en cada uno de los textos que ofrece Enríquez, que no hay inocencia posible, que la salvación implica siempre la carga de condenas tan profundas que no pueden expiarse y retornan una y otra vez.

Las cosas que perdimos en el fuego es, en suma, la constancia de un género literario que se mantiene vigente y es quizá uno de los más adecuados para retratar esos márgenes donde ya no hay espacio para la desesperación o la esperanza, pues se acude a una normalización de lo absurdo, de lo terrible o de lo estremecedor que en no pocas ocasiones se parece a la indiferencia con la que transcurren noticias que podrían aparecer cualquier día, en cualquier diario, a cualquier hora, y son solamente aquellas de las que nos enteramos.

Un libro que invita a voltear hacia donde ya no se mira o se mira de paso, para volverse a estremecer con la complejidad de la realidad.

 

Carlos Castillo es Director de la revista Bien Común.