Venezuela, México y la libertad

Agosto 2024

Fernando Rodríguez Doval

La Nación

En las elecciones presidenciales de Venezuela del pasado 28 de julio, todas las evidencias muestran que la oposición arrasó al oficialismo. Las actas que ha publicado la candidatura opositora, encabezada por Edmundo González Urrutia y capitaneada por María Corina Machado, demuestran que éstos ganaron con una votación cercana al 70 por ciento. A pesar de esto, la autoridad electoral controlada por Maduro asegura, sin una sola prueba, que éste venció, consumando así un fraude verdaderamente grotesco.

Semanas después de las elecciones, el pueblo venezolano nos sigue dando lecciones de dignidad y de una lucha rabiosa por defender su libertad. Millones de venezolanos siguen saliendo a las calles y manteniendo una heroica protesta cívica y pacífica, frente a la represión salvaje del régimen del socialismo bolivariano, que busca perpetuarse a pesar del voto contrario de los ciudadanos y de la presión de la gran mayoría de la comunidad internacional.

Lo que vemos en Venezuela es un claro ejemplo de lo que puede pasar en un país cuando se dinamitan los contrapesos y se permite que un grupo acumule y concentre todo el poder.

Durante gran parte del siglo XX Venezuela fue la nación más próspera de América Latina y una de las más ricas del mundo. Tenía, sin embargo, un sistema político poco inclusivo y donde los dos principales partidos, el socialdemócrata y el demócrata cristiano, se alternaban en el poder de forma oligárquica.

En medio de un gran descontento hacia los partidos tradicionales, en 1998 ganó las elecciones Hugo Chávez, un antiguo militar golpista que proponía refundar la República e implantar un nuevo sistema económico. Nacionalizó empresas, estableció el control de precios y del tipo de cambio, aumentó en forma desmedida la oferta monetaria e hizo a la economía aún más dependiente del petróleo. Todo ello enmarcado en un discurso favorable a los más pobres.

Los resultados no tardaron en llegar: empresas extranjeras se retiraron, la falta de inversión privada ocasionó la carestía de productos básicos, los precios máximos llevaron a la escasez y al mercado negro, y la inflación llegó a niveles de cuatro dígitos.

En paralelo, Chávez promulgó una nueva Constitución y estableció un régimen autoritario con una enorme concentración de poder en la figura presidencial –se consideró el heredero de Simón Bolívar— y la supresión de las libertades más elementales. Tras la muerte de Chávez llegó al poder su delfín, Nicolás Maduro, quien ha gobernado con las mismas políticas y ha agudizado la persecución hacia los disidentes.

Actualmente, 8 de cada 10 venezolanos viven en la miseria. Siete millones se han visto obligados a emigrar en los últimos años. Es uno de los países con las mayores tasas de homicidios a nivel internacional. Cientos de presos políticos llenan sus cárceles y, según Transparencia Internacional, es el quinto país más corrupto del planeta. Todo esto, paradójicamente, en un país con impresionantes recursos naturales y con las reservas petroleras más grandes del mundo.

Cuando se compara lo que está pasando en México con lo que ha ocurrido en Venezuela, no son pocas las voces que ven en ello una exageración. Pero lo cierto es que la democracia en Venezuela no murió de un día para otro, sino después de una lenta agonía que incluyó, entre otras cosas, la paulatina penetración de las fuerzas chavistas en el poder judicial y en los órganos electorales.

Eso mismo es lo que está intentando hacer Andrés Manuel López Obrador en México. Su reforma judicial supone, en los hechos, la desaparición de la separación de poderes, y el sometimiento de la justicia al servicio de la facción gobernante. Y pretende aprobar próximamente una reforma electoral que destruiría el modelo actual y la independencia del Instituto Nacional Electoral.

La pesadilla venezolana es una señal de alerta para México. Ninguna democracia está blindada contra el populismo o la falta de contención del gobernante.

 

Fernando Rodríguez Doval es Consejero Nacional.

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