La degradación de la palabra
Febrero 2023
Javier Brown César
La dignidad de la persona humana brilla y se expresa a través de la palabra. El lenguaje es una suprema expresión de las realidades espirituales: diosas y dioses hablan, son locuaces. Los libros sagrados nos transmiten las consignas divinas, la palabra de Dios. La existencia de un dios mudo es un oxímoron: en el principio era el verbo, el discurso, el logos.
Vivimos tiempos de pánico, de crisis, la palabra se está degradando de forma alarmante, ante nosotros, cada día. El lenguaje ha perdido dimensiones, se ha recluido en palabras mínimas que nos permiten la comunicación más elemental posible. Nuestro mundo se reduce, ante nuestros ojos, de forma acelerada. Fue Ludwig Wittgenstein quien dijo, de forma lacónica y contundente: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. La reducción del lenguaje es una brutal capitis dimunutio, que nos cierra la realidad de forma definitiva.
Hoy, el lenguaje está perdiendo profundidad y altura. Los argumentos que se esgrimen, las razones que se defienden carecen de solidez: son nubes que flotan en un aire proceloso que las guía sin sentido ni orientación. Ya no hay fundamentos ni principios sólidos detrás de las consignas pronunciadas, ya no hay comprensión profunda del sentido de los eventos.
Gradualmente perdemos el tiempo pasado, nos desvinculamos de tradiciones e historias, devenimos desmemoriados y ocurrentes, siempre fijados en un tiempo presente, en un instante que cada vez es más frágil, ante la pérdida de los fundamentos y ante la ausencia del sentido de trascendencia. Las palabras pronunciadas también pierden altura, se vulgarizan y banalizan, ya no hay alto estilo, ni uso correcto de artilugios retóricos que revisten los discursos: todo se vuelve directo y vulgar, con un lenguaje disminuido, con un mundo reducido, obra de mentes diminutas.
La degradación de la palabra afecta al pensamiento, merma las capacidades mentales y limita horizontes. Ante estas ausencias, campean a sus anchas las mentiras sin límites que, ante la falta de discernimiento y la pérdida de capacidades reflexivas, se alzan como realidades permanentes.
Ante la indefensión lingüística se abre una ventana de oportunidad inusual para quienes manipulan el lenguaje: merodean ubicuamente merolicos, demagogos, falsarios y sicofantes. La maledicencia se adueña de nuestros discursos, la grosería se vuelve elegante y divertida, la decencia y la elegancia se refugian en los íntimos recovecos de mentes disminuidas.
La degradación de la palabra hiere al espacio público: convierte a la opinión pública política en un circo, en una fábrica interminable de ociosidades: sobran palabras banales y “argumentos” atroces, faltan buenas razones y altas reflexiones. La superficialidad mediática convierte a líderes políticos y a las candidaturas en ferias de imagen y belleza; por encima del talento se impone el carisma, sobre la capacidad intelectual predomina una apariencia construida para ganar rating en medios y puntos en encuestas de opinión pública. Antes candidatas y candidatos se vendían como jabones, hoy se promueven como artistas y actores de una triste comedia humana, en una esfera pública lingüísticamente degradada y desecada.
El predominio de lo visual sustituye hoy al texto y al discurso. La apariencia desplaza a la esencia, los accidentes a la sustancia, lo banal a lo trascendental. Hoy las personas no dan su palabra ni parecen tener palabra. Hace algún tiempo todavía podíamos dar la palabra, hoy la hemos retirado.
La persona es el lenguaje. Nos construimos a partir de la palabra. Quien domina el lenguaje público, quien alimenta las mentes con historias e ideales es hoy amo y señor de conciencias, constructor de pasados y definidor de futuros. La conquista del lenguaje público es la conquista final de la política, la usurpación incluso del debate, la reducción de la sinfonía que es la caja de resonancia de la opinión pública, bajo la monotonía de quien se ha adueñado de la palabra pública. La palabra ya no es creíble, se ha vuelto ilimitadamente manipulable e instrumentalizada como medio de manipulación de la persona humana. Al reducir el lenguaje abatimos horizontes y limitamos futuros.
Hace un par de siglos, los hermanos Grimm nos entregaron la historia del flautista de Hamelin, un joven que con su flauta encantaba a las ratas. Los personajes actuales no son ya un flautista, sino los demagogos que manipulan a personas como si de rebaños se trataran. Vivimos bajo lo que Martin Heidegger llamó el “público estado de interpretado”. Ya no nos atrevemos a pensar por nosotros mismos como lo postulaba Immanuel Kant como ideal de la ilustración: sapere aude. Renunciamos al pensamiento reflexivo porque somos huérfanos de las palabras.
Quedamos expuestos a una manipulación interminable, a una vida inauténtica. En 1940, Efraín González Luna escribía un artículo en La Nación, cuyas palabras hacemos nuestras: “No queremos ser la rata de naufragio, el burgués despavorido que, al crujir la estructura de la patria, para él solamente habitáculo de su pequeño bienestar, no tiene pensamiento ni emoción más que para el problema de su seguridad material. No queremos ser el egoísta docto que desarticula el conocimiento y la acción, que pretende aislarse del drama ambiente –como de la agonía de una madre– para refugiarse en una morosa delectación cogitativa o en un pretendido magisterio superior a las contingencias históricas, que se traiciona a sí mismo cuando traiciona las perentorias exigencias humanas que de él esperan luz y ejemplo, que deja de ser respetable cuando aparta de sí todo lo que despectivamente engloba en los términos “acción” y “política”, en nombre de pudibundas purezas de doctrina y de perfecciones que más merecen la calificación de estéticas, como si el espíritu humano no se diera siempre en condición carnal y como si la calidad de hombre y de ciudadano fuera incompatible con la de pensador y maestro”.
Twitter: @JavierBrownC