En el nombre ¿del pueblo?
Octubre 2024
Fernando Rodríguez Doval
En las bochornosas sesiones en las cámaras de Diputados y Senadores donde se discutió y aprobó atropelladamente la reforma judicial, el principal argumento esgrimido por sus promotores morenistas fue que se trataba de un mandato popular, ya que ellos habían vencido ampliamente en las elecciones y, por lo tanto, tenían el apoyo del pueblo para llevar a cabo una transformación de esa envergadura.
“El pueblo es sabio”, es otra frase que repite constantemente Andrés Manuel López Obrador, quien también presume contantemente de contar con su respaldo. En el nombre del “pueblo”, AMLO justifica prácticamente todas sus acciones. Y el resultado electoral, en donde ganó ampliamente su candidata, pareciera respaldar sus dichos.
Sin embargo, es evidente que este argumento es falaz de principio a fin. Primero, porque la coalición gobernante –Morena, PT y Verde— obtuvo en la pista legislativa el 57 por ciento de los votos, frente al 43 de la oposición. Otra cosa es que las autoridades electorales hayan permitido una sobrerrepresentación que les permite gozar de una cómoda mayoría calificada en la Cámara de Diputados y otra más ajustada, previa cooptación de tres opositores, en el Senado. Dicho de otra forma: cuatro de cada diez electores no votaron por ellos. Ese 43 por ciento que votó por la oposición también es pueblo, también es parte de México. También son ciudadanos que, a través de sus representantes, quieren participar de los destinos del país.
Pero, y he aquí el tema central, un cambio de la dimensión que se aprobó no puede hacerse mediante la imposición. La reforma judicial implica un cambio de régimen, un modelo constitucional completamente distinto al que imperaba hasta ahora. Una modificación de esa naturaleza requiere un consenso amplísimo. No olvidemos que la Constitución no solamente es la ley fundamental de una nación, sino también un pacto mínimo a través del cual se diseña el marco que habrá de normar la convivencia entre distintos.
Andrés Manuel López Obrador piensa que el “pueblo” son únicamente los que lo apoyan a él, como si fuera un bloque uniforme que comparte los mismos objetivos y aspiraciones. Este enfoque excluye a las minorías y a cualquier sector que no se ajusta a la narrativa oficial, los cuales automáticamente se convierten en adversarios de ese ente llamado “la Cuarta Transformación”, así como traidores a la patria.
Esta homogeneización simplifica la complejidad social, reduciendo las identidades políticas, económicas y culturales a una única narrativa de lucha popular, en la que no hay lugar para el disenso o la pluralidad. Pero, además, justifica la polarización social: el líder no tiene por qué tener el más mínimo escrúpulo en avasallar y aplastar a quien no está del lado del “pueblo”. Quienes no son parte de ese pueblo auténtico, simplemente no tienen derecho a existir.
Esta visión permite la represión de la disidencia, ya que aquellos que no están alineados con la voluntad del “pueblo” son vistos como enemigos del Estado o de la nación. Esto justifica la persecución de opositores políticos, periodistas, activistas y otros críticos del régimen. Esto da pie a la erosión de la división de poderes, la supresión –o manipulación— de las elecciones libres y la eliminación de cualquier forma de pluralismo.
En el nombre del pueblo se están impulsado reformas constitucionales que amplían los poderes del Ejecutivo, que cooptan instituciones del Estado y que restringen derechos fundamentales. Se argumenta que estas medidas son necesarias para defender al pueblo de sus enemigos, lo que permite consolidar el poder de quienes nos gobiernan y, en algunos casos, perpetuarlo más allá de los límites tradicionales de la democracia.
En nombre del pueblo se pueden cometer enormes atrocidades. La historia así lo acredita. Un “mandato popular” que se utiliza como justificación para imponer reformas trascendentales sin un amplio consenso es peligrosa y antidemocrática. Al excluir a quienes no están alineados con la ideología oficial, se socavan los principios fundamentales de pluralismo y diversidad que son esenciales para una convivencia democrática.